Toni Puig
Todos somos el resultado de nuestras experiencias pasadas, de lo que nos enseñaron en la infancia, de los traumas y alegrías que vivimos. En mi caso, tuve una infancia sin infancia. Suena incoherente, pero se entiende si te cuento que nací en una familia numerosa con un pequeño negocio, una librería, que estaba abierta de lunes a sábado. Todos teníamos que echar una mano y ya de pequeño, aprendí lo que es trabajar largas horas con las obligaciones que conlleva. El día de fiesta, tampoco podía «hacer de niño» porque tocaba ayudar en la limpieza de la casa.
Compaginé el trabajo de ayudante de libreros con los estudios obligatorios pero, cuando llegó el momento de decidir qué quería ser de mayor, no supe qué escoger y opté por continuar lo que me parecía que era mi camino: trabajar. Y lo hice desmesuradamente, de lunes a domingo.
Ser hijo de alguien, mi padre, con carácter autoritario y acostumbrado a dar órdenes esperando que se cumplan sin quejas ni demoras, te infunde un alto sentido de exigencia y responsabilidad contigo mismo. Así que, consciente o inconscientemente, me aplicaba a fondo en mis quehaceres laborales de manera que, en todos los puestos promocioné a categorías superiores. Pasé años dedicado al trabajo sin objetivos, más allá de los puramente económicos para poder vivir y formar mi propia familia.